Sylvia
Cuando el corazón colapsa
se le siente bajar
por la escalonada grieta de las costillas.
Se deja rasgar por la naturaleza severa del hueso.
Pulveriza el tórax,
que siempre fue más jaula que caja.
Por esos huecos que desafían la carne y abren paso
se han ido escapando tantas cosas:
la memoria del futuro imaginado
la memoria del pasado imaginado
la memoria del presente inimaginable.
Mi problema es que las listas son inútiles para la memoria.
Tu virtud es que nunca has hecho una.
Porque sabes que listar es de gente de fe
y la memoria exige que se le crea.
Tu no creer es un credo tan poderoso.
Mi problema es que acumulo objetos en cajas y los guardo.
Los zapatos de novia,
el anillo de piedra cuadrada que debió ser redonda,
la flor de metal que adornó la cabeza,
el vestido que ahora pesa más que yo,
sus borden aún manchados de tierra.
Insisto en que la memoria tenga cuerpo, forma,
en que la tierra sea aguada y el agua sea terrera.
Gotas de tierra, imploro, manchas marrones,
unas gotas de impureza para la insoportable pulcritud de los telares blancos.
Pero no puede contenerse el pasado en una cosa.
No puede adjudicársele materia al ya pasó.
Pero insisto.
Insisto porque me tocó la maldición del mejor de los boleros.
Insisto porque me tocó ser la arena,
pero sin espumas ni inmensas olas.
Arena, minúscula, en la playa tendida, incómoda a la piel.
Arena que ahora huye del agua,
que tiene sed mineral.
Arena que va a llegar al mismo centro de la tierra,
donde el polvo de los huesos se hace barro,
donde de una vez y por todas
podrá el corazón terminar de colapsar.
PD. Un amigo me preguntó el otro día: ¿Y qué pasa después? ¿Qué pasa después del colapso? No lo sé aún pero, por lo pronto, sé que no se vuelve a nacer pero sí se vuelve a bailar, a escribir, a sembrar.