Cortavenas

A Camile Roldán, la casa grande

Decimos cortavenas. Pronunciamos la palabra como lo que es: uno de esos portentos del lenguaje que todo lo puede, un conjuro. Una sola cosa. Un cortavenas. Como si fuera un objeto, una cosa que nadie ha visto pero todo el mundo sabe exactamente cómo es. Es una palabra nuestra, de este lado del mundo donde sabemos mejor que nadie cómo sufrir por amor. En el diccionario de allá no aparece, pero en los de acá ya es un americanismo con ponche notarial de los mandamás de las palabras que, al final, no hacen más que doblegarse al imperio de las bocas y lenguas que las usan sin permiso de nadie. Cortavenas. Al decirlo, la boca se abre y la lengua permite que el viento salga para que suene la ese, la lengua —la que lame y la que dice— tiene todo que ver con decir cortavenas.

Decimos cortavenas y sabemos que no se trata del verbo cortar, ni del sujeto vena, ni mucho menos de su plural, las venas. A veces, nos sirve como adjetivo. Está en el clásico: un bolero cortavenas, una noche con las amigas, bien cortavenas, en la que nos damos el permiso de regodearnos por ratos al arrullo del llanto y, por otros, a la espontaneidad de la carcajada cuando caemos en cuenta de lo feas que nos vemos llorando así.

Decimos cortavenas y hay humor y hay gozo porque en el fondo es un recordatorio mortuorio de que estamos vivos porque la amenaza de morirnos de todo o de nada siempre está ahí. Decimos cortavenas no por querer abandonar este mundo, sino porque sabemos que el desamor así se siente. Corazón abierto, sangre derramada y un vacío que más que hambruna es una abanduna. Palabra que no existe, pero que pertenece a este lugar y a este momento. Muy pronto la habremos de notarizar.

Me gusta cuando inesperadamente se manifiesta como sujeto, como sucede hoy, El Cortavenas Night, que es en sí mismo un nombre propio para la excusa de reunirnos en torno al fuego más abrazador y abrasador de todos: la amistad y sus amores, el amor y sus amigos.

Nunca veo que le permitan volverse verbo, desencarnarse, como en una especie de camino contrario a la divinidad que de verbo se hizo carne, no viceversa.. Pero no puedo dejar de imaginarlo. ¿Cómo será la experiencia de cortavenarse? No de cortavenirse, allá ustedes y sus malos pensamientos.

Me importa más esa desencarnación que se le niega a la palabra cortavenas. Me importa porque sospecho que buena parte de mi educación sentimental la requirió como pieza central del vocabulario amatorio. Crecí viendo a mi madre ver telenovelas. Es muy probable que mi primer amor fuera Juan del Diablo en aquel culebrón de época Corazón Salvaje. Cuando aquel hombre despelusado llegaba a los lugares con la camisa blanca de botones medio abierta, con el aro de gitano/pirata en la oreja, montado a caballo e impartiendo justicia, mi tibio corazón preadolescente hervía a destiempo. Después, Thalía se ocupó del resto. Cuando Marimar se convirtió en Bella Aldama aprendí que la venganza duele y que es mejor sufrir en un palacio que hablando con el perro Pulgoso. María Mercedes me enseñó docilidad y María la del Barrio a dar golpetazos rabiosos con el pelo. Pero el tiempo pasaba y la pantalla en nada se parecía a la realidad. Mientras Zoraya Montenegro se comía los niños crudos, mi madre no lloraba, mas bien se le caía el pelo en silencio y Eduardo Palomo —el actor que interpretaba a Juan del Diablo— moría de un ataque al corazón —dicen que de risa— en medio de una animada sobremesa. Es obvio, mi educación sentimental fracasó. No me preparó para la vida, por eso fueron necesarios los boleros.

Entonces empecé a llevarle serenatas a mis amigas cuando las iba a buscar a sus apartamentos en Santa Rita. Llegaba y les avisaba que estaba allí prendiendo el radio del carro a todo volumen con Andrés Calamaro gritando con su voz ronca Voy a perder la cabeza por tu amor, o con Cheo Feliciano cantando seductoramente Amada mía. Con una nueva banda sonora, creamos espacios para sufrir con la dignidad de la gracia y con la belleza de la música. Jamás idealizando el dolor, pero siempre celebrando el doloroso recordatorio de que estamos vivos y esa es la gran cosa. Y lo es porque como el bolero que se sostiene en unos cuantos versos, la vida pende del hilo flaco de unas cuantas venas. La gran cosa es que la música y la palabra todo lo pueden y lo han podido. La gran cosa es que cuando decimos cortavenas hace rato que el hilo flaco de nuestras venas bombea a toda velocidad hacia el corazón. Entonces tiene sentido la palabra, el epicentro de esas venas que tanto corte inspiran está en la casa grande, muscular, ansiosa, jugosa y tan viva, que es el corazón.

Santurce, Puerto Rico (Escrito con motivo de la fiesta anual Cortavenas Night)

11 de febrero de 2023

Previous
Previous

Sylvia

Next
Next

Flor de sal