Sigo aquí

25 de junio de 2023

Hoy se cumple un mes del día largo. Empezó hace 15 años. 2008, España, una pulmonía violenta y un diagnóstico: secuestro pulmonar. Incontables pulmonías después, con no pocos sustos y no menos episodios de sepsis, lo inevitable: toracotomía y lobectomía. Hace un mes tengo medio pulmón menos. Dos cicatrices en el costado, que para mi hijo parecen dos ojitos, me recuerdan el dolor físico más violento que he experimentado (tubos de pecho por 7 días), un par de costillas rotas me animan a proteger cada vez más el interior y una cicatriz larga en la espalda que pareciera acariciar el omoplato me confirma en cada inhalación y exhalación que, como casi siempre, las frases viejas y los clichés tienen tanta insoportable razón porque suelen nacer de una verdad muy pura. En este caso la misma de siempre: el puñal que más duele siempre entra por la espalda. También que es gracias a ese puñal y al vacío que deja que hoy tengo menos espacio para el aire pero mucho más para el corazón.

Aprendo a respirar. Me habitan el dolor y el hastío, también el placer y la belleza. Me rodea el amor y la vida. Una amiga sabia, que no sé si se ha enterado aún que es poeta, me dijo que la cicatriz parecía como si me hubiesen cortado un ala. La miro y tiene razón. Me cortaron un ala y lo agradezco. A la gente terrera como yo nos bastan los pies bien anclados en el suelo. Nuestro tronco no se anima al vuelo, para eso albergamos pájaros, frutos, hojas y flores, imaginamos aleteos y escribimos en la tierra sus relatos, dibujamos mapas, volamos tan quietos, somos generosos en la sombra. Hay que tener mucha suerte para conocerse lo suficientemente bien como para agradecer el que le arranquen a una el ala que sobra para que el único vuelo que importa, el de estar viva, sea posible.

Gratitud a mi familia grande que me sostiene, a mi hijo que me mira con amor y me dice mamá estás linda aún sintiéndome tan rota y golpeada, a mi madre que a sus 73 años me volvió a bañar y a cuidar, a mi padre que ha hecho suyo el dolor, a mi hermana —el faro de mi vida— que me regaló la bendición de su amor y mirada cuando desperté en intensivo y me hizo saber que todo iba a estar bien aunque se sentía todo lo contrario y lo hace todos los días de mi vida. Gratitud a mi sobrino Nestito que me llena de dibujos esperanzadores y a mi sobrina Eva que me alegra la vida con su gracia y su fuerza. Gratitud a mi cuñado Néstor, mi hermano mayor, quien siempre me ha explicado con paciencia cualquier duda por grande o pequeña que fuera. Eso también es medicina. Gratitud a mi familia elegida, ese batallón de amigos y amigas que hacían turnos para acompañarme mientras gritaba de dolor, me hacían reír cuando era tolerable o me mandaban el meme perfecto a la hora perfecta, o el texto perfecto para detener el dolor desde cualquier latitud del mundo. Me sanan todos los días. No estoy salá ná, tengo suerte, toda la del mundo. Soy un salero de amor y gratitud. Gratitud al corazoncito amarillo que me acompaña en este tiempo nuevo y cuya mirada me hace sentir todos los días que cada respiro, aunque duela, es una fiesta. A mi trabajo, un lugar donde sólo he encontrado solidaridad, apoyo y amor. A los trabajos que tuve que dejar para dedicarme a este proceso en los que encontré amor, entendimiento y humanidad. A la gente generosa de la Parada Puertorriqueña en Nueva York, a la que no pude asistir en este año en que era una de las embajadoras y homenajeadas, quienes me acompañaron en la distancia y me abrieron su corazón. A mis médicos humanistas: el Dr. Joel Nieves, mi neumólogo y el Dr. Juan José Hernández, mi cirujano cardiotorácico. A la maga mayor Elizabeth, la mano derecha del Dr. Hernández, cuyo nombre no alcancé a colocar en la primera versión de este texto más por despiste que por ingratitud, cuyo profesionalismo, compromiso y sensibilidad logró milagros en el proceso. Y los milagros se ven así: que todo corriera en reloj perfecto, que mi familia mantuviera la calma ante la incertidumbre, que una voz amable resonara siempre al otro lado de la duda. (Perdóname Elizabeth, la gran maldad de las enumeraciones es que agrupan todo y casi siempre omiten elementos de lo esencial. Tú perteneces a lo esencial). Gratitud a los y las enfermeras del Hospital Pavia de Santurce que me cuidaron, me bañaron, abogaron por mí y me acompañaron en las largas horas y cuyas historias me contaron con generosidad y empatía. Su paciencia y labor de amor es EL tesoro de este país. Ojalá algún día nos demos cuenta. A las manos nobles de la gente de la cafetería que alimentaron a esta vegetariana accidental. A las manos nobles de quienes limpiaban todo para que no hubiese peligro de infección. A toda la gente a la que tuve que decirle no para atender esta emergencia.

Perdí un concierto de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico para cuyo libreto escribí textos, presentaciones de libros, unos cuantos deadlines, proyectos dejados a mitad y sin empezar, alegrías laborales y de querencias. He perdido fuerza, me ahogo fácil, no conviene hablar mucho. No puedo cargar a mi hijo, me agoto rápido y la recuperación es lenta y va en espiral, no en línea ascendente. Pero es mía. Es mío este cuerpo y es mía la recuperación. Es dura pero es inmensa la felicidad también. Por ejemplo, desde febrero no escuchaba mi voz. Ya no estoy ronca. He descubierto lo que es respirar hondo por primera vez en años. Mejor medio pulmón lleno, que uno completo asfixiado. También eso se aprende, a redefinir el sentido de la abundancia. Volveré a correr, a cargar a mi hijo, a usar mi voz alta en palabra dicha y escrita. Volveré a tantas cosas. Porque resulta que poder respirar es la gran cosa. Que nunca eso se olvide. Lo comparto porque salí de la cirugía un poco exhibicionista. (Resulta que, quién lo diría, soy esa persona que a todo el mundo le enseña la herida y derivo alivio, placer y orgullo en hacerlo). Pero sobre todo porque romperse es un regalo, romperse el espíritu y la carne a la vez mucho más y los regalos solo tienen sentido si se comparten o cuanto menos se agradecen de verdad y yo tengo demasiaa gratitud, demasiada suerte, demasiadas ganas de que se sepa que hay belleza después del puñal. También porque, como el título de ese libro genial de Maggie O’Farrell que leí no hace tanto, me importa que se sepa: Sigo aquí. Carajo. Sigo aquí. 

PD. Hoy es 1 de Julio de 2023, publiqué este texto el día antes de volver al hospital con neumotórax (el pedazo de pulmón izquierdo que me quedó estaba parcialmente colapsado). Y me la pasé en la cama del hospital leyendo las incontables historias personales de gente que ha vivido lo mismo que yo, o sus familiares, o algo muy parecido que me escribieron tras esta publicación. Gracias. Aguanté el dolor de un nuevo tubo de pecho sosteniéndome en la fuerza de las palabras cuando se hacen puente. Y puente no solamente lindo y metafórico, sino puente de esos que se construyen a fuerza de palabras que significan todo lo que hace falta: bloque de rabia, cemento de hastío, varilla de frustración, metal de dolor y barandal de fuerza. Porque el cruce de este puente no tiene por qué disfrazarse, se cruza sobre todas estas cosas para que al otro lado, con suerte, el vocabulario sea otro. Hoy estoy por fin en casa otra vez. Las palabras son descanso y gratitud. No sé si ya crucé el puente, pero me consta que estoy en otro lugar.

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Sylvia