Funche

Hay que imaginar la sucesión de expresiones en el rostro del gobernador cuando se dio cuenta de la reacción de la gente a sus comentarios. Debió haber sido algo así: el ceño fruncido de la frustración, los labios elevados en expresión de incomodidad y enfunchamiento, los ojos abiertos en señal de sorpresa. Luego, lo natural: la boca cerrada de la terquedad, la barbilla cuadriculada y temblorosa ante la firmeza de ideas y ante el coraje; las cejas inmóviles, creando un bloqueo absoluto al entendimiento. En el pecho y en el estómago: una profunda confusión. ¿Por qué han reaccionado así? ¿Pero qué he dicho yo para provocar esta reacción? 

A su alrededor el eco le responde: No, no ha dicho nada malo gobernador. No, es que la gente no lo entiende. No, es que la gente malinterpreta. No, usted es bueno, el ofendido ha de ser usted porque no lo entienden. O peor, porque no piensan como usted. Es más, vamos allá afuera a decirles que aquí no hay nada por lo que haya que pedir perdón, porque no es su culpa que no lo entiendan. 

Así, uno tras otro —habría que imaginar— sus asesores de confianza le habrán susurrado al oído alguna de esas frases para calmar la confusión del gobernante. Y allá va él a decir que repetiría lo mismo mil cuatrocientas veces de ser necesario; confirmando con su reiteración el hecho de que, francamente, esa confusión, ese no entender y ese malestar —tan propios y distintivos de la cultura (o debo decir clase) a la que pertenece— no podrían aliviarse o encontrar la dirección al entendimiento, ni si quiera con la comisión del más sofisticado mapa a la mejor de las cartógrafas. No porque no tenga la capacidad de entender o de leer los mapas que la reacción del país le dibuja; sino porque ha demostrado que no cuenta con la intención, ni con la voluntad de trascender los valores de una clase social que está acostumbrada a gobernarnos con migajas —a veces más grandes que otras— y a disfrutar —con la misma fascinación de quien mira hormigas crear túneles en los hormigueros— cómo es que nos juntamos para mover una ínfima hogaza de pan de un lugar al otro.  

No vemos el mundo igual. No tenemos los mismos valores. No hay equivalencias posibles cuando quienes nos gobiernan nos miran como hormigas malagradecidas que, en lugar de bailar la danza de las migajas, exigimos el pan que nos corresponde. Jamás entenderán que, en el hormiguero se hacen milagros con las migajas, pero jamás darán abasto porque allá arriba hacen y deshacen maliciosamente con la harina.  

El gobernador no entiende por qué la gente se indigna cuando dice que nadie está obligado a ser bombera, o maestra, o policía, o enfermero, en fin, servidor público en cualquiera de sus labores. Tiene la osadía de cuestionar la vocación de gente acostumbrada a salvar vidas por sueldos de miseria. Tiene la osadía de cuestionar el compromiso de la gente que ha mantenido este país corriendo cuando incontables gobiernos le han fallado y se han mostrado incapaces de dirigir nada más allá de sus narices. 

Lo dice convencido de que cada ser humano sobre la tierra elige libremente su destino. ¡Por favor gobernador! ¿De qué libertad está hablando? ¿En qué Tierra vive usted? ¿O es que acaso no conoce que lo primero que te quita la pobreza —junto al pan de la boca— es la extensión de la sábana de los sueños? ¿Cuántos no han aspirado a estudiar grandes cosas y, si algo han logrado ha sido a cuesta de préstamos que se pagarán mucho más allá de los 40 o 50 años, retrasando quién sabe si para siempre esa tan mentada movilidad social? ¿Cuántos no han tratado de iniciar un negocio propio sin mayor capital que los ahorros de una vida, para mirar cómo le pasa por el lado el emprendedor del año que, en menos nada, logró triplicar —con el aplauso de los medios y la sociedad— el robusto capital inicial que le entregó su familia mientras, no sabe si puede llegar a fin de mes? ¿Cuántos no han querido hacer cualquier cosa distinta a la que el destino les trazó y no han podido porque se han tenido que quedar cuidando familiares, hijos abandonados, o han sido ellos mismos abandonados por la vida y sus circunstancias? 

Mi mamá, por ejemplo, fue maestra por 38 años. Una vez me contó que hubiese querido estudiar otra cosa. Ser enfermera, confesó. Pero cuando le tocó el turno había un programa gubernamental para graduar los maestros que hacían falta en las escuelas. Es la segunda de ocho hermanos, hija de un veterano de Corea y una ama de casa santigüera. La decisión era obvia. Se hizo maestra y entregó la vida en el proceso. Amó su profesión, la honró cada día de su vida. Su historia se repite hasta el infinito. Su historia está llena de tantas dignidades, porque claro que en todo el espectro laboral hay gente mala, gente buena, gente que ya está harta de dar millas extras y se han acomodado a la ley del menor esfuerzo. No los culpo, pero igual —y sé que son la mayoría y por mucho— están las personas que han entrado al servicio público por compromiso, por vocación, por amor al país. A esos nadie los ve. A esos insulta el gobernador. 

Y dirán —porque les encanta contar estas historias— que hay quienes, a pesar de todo y en contra de todo, logran cumplir sueños, logran estudiar lo que quieren por difícil que sea, consiguen salir de la precariedad absoluta, convertirse en héroes de su comunidad, precisamente, porque logran salir de ella. Pre-ci-sa-men-te… porque logran salir de ella. ¿No lo entiende aún? ¿No resuena todavía la lógica? ¿No se supone que la educación como proyecto de país nos levante a todos? ¿No se supone que el triunfo de uno sea el de todos? ¿No se supone que nos parta el alma que la mayor celebración de una comunidad sea saber que alguien logró salir de allí?

Qué mucho les gustan esas excepciones. No solo porque confirman la regla, la norma, el inevitable destino de la mayoría, sino porque además les hace sentir que el privilegio que tienen de nacimiento, el acceso al poder, la educación, la salud y un largo etcétera, de alguna manera lo tienen porque se lo han ganado por derecho de nacimiento, porque se lo han merecido siempre, porque —en el más consciente de los casos— se lo ganaron con una que otra trasnochada en la universidad —como si pudiese compararse al esfuerzo de quienes hicieron lo mismo con un trabajo a tiempo completo y una familia entera sobre sus espaldas—, o porque sus padres vinieron de abajo (sea lo que sea que para ellos se considere abajo) y ahora que están en la rueda de arriba, quien quiera arrimarse que sufra lo mismo o más. 

 A esa misma gente le encanta la palabra sacrificio, disfrutan ver, consumen y reproducen esas historias de lucha, son fanáticos de los relatos de la persona a la que la vida le da golpes y los aguanta y se levanta y consigue triunfar. Pareciera como si vieran una pelea de boxeo y están dispuestos a entregar la migaja más grande al ganador. Una gente matándose por lograr salir de la pobreza y otra con popcorn gozándose la épica del echapalantismo.

Después, le invitarán a la mesa pero jamás como un igual, le invitarán como han hecho siempre los de su clase, para que sea el circo, para que les entretenga, para que les cuente cómo es que si se lucha y se sacrifica todo, se adquiere el derecho a vivir dignamente. Le servirán el mejor vino a cambio de que les confirme con su historia la convicción de que, quien no está en esa mesa saboreando este banquete, no está “porque no quiere, porque le falta voluntad y compromiso, porque no ha sufrido lo suficiente, porque no se lo ha ganado. No está ahí por su culpa, porque nadie le obliga a no estar”. Señor gobernador, la pobreza obliga y la pobreza tiene todos los rostros conocidos. Es un sistema que se alimenta de la complicidad, es hija de un sistema que nos hace a todos culpables y, en el que sí, también lo son unos más que otros. 

Una los escucha y los lee reduciendo a un malentendido o a un desliz del gobernante y de la secretaria de la gobernación Noelia García, este tipo de comentarios clasistas, y uno quiere escribir de cosas edificantes, de cosas espirituales, de poesía y libros, de bebés y alegrías, pero se le mete a una, una cosa desde el dedo gordo del pie hasta el pecho dejando un desorden en el estómago y entonces, hay que escribir con coraje de la injuria de turno y recordar que lo que subyace en ese fraseo es una mirada, un filtro muy concreto y específico para ver, entender, leer y, en el penoso caso de ellos, dirigir y administrar nuestra realidad. Es la misma visión individualista del mundo —tan celebrada, alimentada y protegida por el capitalismo salvaje— que te culpa de todos tus males como si no hubiese una estructura aceitada para que no salgas jamás del hoyo. Como dijo mi amigo el poeta Alejandro Álvarez, es el “evangelio de la mochila”. Si el terremoto te destruye la casa no es culpa de la mala planificación, de la otorgación de permisos, ni de un largo etcétera, si algo malo te pasa es porque no armaste la mochila. Es tu culpa, jamás de la estructura sobre la que te mueves. 

Es el mismo cinismo que vimos en el chat, la misma escala de valores distinta, la misma actitud de prepotencia, impunidad y superioridad con la que los brothers del chat andan de media tour —muy bien apoyados por algunos medios— limpiando su imagen amparándose en la libertad de expresión; la misma que nadie les ha quitado y, por la cual, la misma gente que los critica —y me incluyo— lucharía por defenderles. Hay que cuidarse de esos ataques de dignidad que les dan que no son más que un escudo para recordarnos que, a la gente de su estirpe, no se les quitará jamás el privilegio del poder venga en la forma que venga: trabajo, dinero, micrófono y así. 

Me parece, a veces, que gobiernan un país que no conocen porque no tienen la mínima conexión humana con el sentir de la calle; porque no aman la universidad, ni la educación pública, porque no se formaron en ella o, si lo hicieron, la universidad jamás les atravesó; porque sus afectos hacia la isla son abstractos o forman parte de una burbuja que se niegan a explotar. ¿Cómo van a defender algo que les es tan ajeno? ¿Cómo amar aquello que jamás les ha atravesado el espíritu? Les faltan mil cosas, pero a veces pienso que sobre todo les falta amor. Otras veces me parece que sí conocen algo del país que gobiernan, reconocen la bondad de la gente, lo golpeada que está, conocen la desesperación, el dolor, la mentalidad colonizada —sobre la que tanto se ha escrito y para la cual existe un libreto— y eso sí les sirve para sus proyectos clasistas de desarticulación nacional. 

Es tan perfecta la estructura que les cobija que, después de las palabras del gobernador, me pregunto —con dolor— si además de indignación y coraje, humillación y maltrato, no habrá habido alguien en la calle que haya pensado ¿será que es cierto? ¿Será que es mi culpa no haberme jodido más? ¿Será que mi vocación de servir a mi país jamás podrá ser compaginada con la dignidad de un salario digno? ¿Será que es mi culpa por soñar con más calor del que esta corta sábana con la que nací provee? ¿Será?

¡Pues no! No será nada. Lo que tiene que ser es que el gobierno entienda de una vez que ni somos hormigas, ni queremos migajas. Y a nosotros nos toca también entender que, sin el horno de nuestro voto y nuestra voluntad, no come nadie. El grano es nuestro, coño. Allá ellos con sus trompas y sus mal llevados funches. Seguro ni saben que el funche se come por la orilla.

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