Casa terrera

La que escribe es mucho más valiente que la vive. 

Dice cosas con firmeza, con seguridad. 

No tiene miedo. 

 

Habla con las manos.

Como si diera golpes en la mesa. 

Como si fuera la dueña de la mesa sobre la cual da los golpes. 

Como si hubiese nacido en un mundo en el que ella podía ser dueña de una mesa grande, 

más grande que ella. 

Como si tuviera la certeza de que las palabras todavía son conjuro. 

Como si supiera que cuando las palabras emergen de entre unas cuantas letras y adquieren sus formas, sonidos y significados, pueden saltar incluso de la página y la voz hacia la acción. 

 

No teme al dicho del viento que se lleva las palabras,

porque sabe muy bien que no hay vientos de cambio

sin palabras enredadas en sus aires. 

 

Es más libre que yo. 

Es más fuerte que yo. 

Le tengo miedo. 

 

La que vive siempre tiene dolor de estómago. 

Se marea hasta sentada y casi siempre está nerviosa. 

Cuando quiere pedir algo, baja la voz en lugar de subirla. 

Como si fuera necesario ocultar, 

(con un susurro),

la osadía de atreverse a exigir algo para sí misma. 

Como si desaparecer fuera una idea mucho más deseable 

que la mínima atención de la voz alta. 

No soporta la contundencia de nada, 

mucho menos de las palabras. 

Sabe que su lugar en la mesa es prestado, 

sabe que nunca ha tenido una mesa propia. 

Sabe que viene de una estirpe de gente que solo se ha sentado a la mesa como visita, 

jamás como anfitrión. 

 

Prefiere el silencio. 

Leer más que escribir. 

Añora un seudónimo. 

Quisiera que nadie la mirara nunca. 

Meterse en un libro y vivir allí. 

Meterse en una página y ahogarse en una sopa de letras hirviente.

Volverse tan líquida como la tinta o

(mejor aún), 

tan inmaterial como las pulsiones digitales que hacen aparecer estas palabras y,

sin temor a una mancha, 

las borran. 

 

Pero tiene que salir y lo hace y entonces habla muy seriamente, 

muy severamente, 

muy doñamente 

porque en el fondo sabe que debe

parecerse a la que escribe, 

sonar como la que escribe, 

ser valiente como la que escribe. 

Pero no le sale porque no lo es. 

 

Su cuerpo es más cobarde que su espíritu. 

Su espíritu no quiere tanta revolución interior. 

Pero las revoluciones no le piden permiso a los espíritus,

ocurren y ya. 

Sobrepasa el grito cualquier transacción.

Ella lo sabe y por eso siempre pierde cuando apuesta al valor. 

 

Y se acobarda. 

Se encaracola. 

Se arrincona. 

Se indigesta.

Se avergüenza de no ser más potente que sus manos sobre el teclado. 

Se reconoce derrotada por esa otra que le ocupa el cuerpo y los pensamientos. 

Esa otra que no soy yo pero que me habita. 

Esa otra que se parece a mí pero no soy yo. 

Esa otra que no es de carne, sino de palabras y no soporta saberse tan terrera. 

Esa otra que,

de tan fuerte,

siempre ha sabido defenderme de mí. 

 

 

Previous
Previous

Flor de sal

Next
Next

Funche