El verbo tumbar

Garvin Sierra / @tallergraficopr

Hace mucho que en esta isla todo el mundo sabe lo que es dejar el corazón frente al mar. Esa sensación la inmortalizó —y la puso en los galillos de cada boricua donde quiera que esté— el compositor Noel Estrada en su icónica canción En mi viejo San Juan y, por estas fechas, Luis Rafael Sánchez la hace crecer y florecer en su más reciente libro titulado El corazón frente al mar. Un fragmento de dicha publicación viene al caso esta semana con una fuerza perturbadora. Lee así: 

“Mi plaza grata siempre será la de San José, patrón de los carpinteros y los moribundos. La plaza resguarda la hermosa iglesia del mismo nombre a la que el arquitecto puertorriqueño Jorge Rigau le acaba de restaurar el esplendor de otrora. Aposenta en ella la estatua de Juan Ponce de León, forjada con los cañones decomisados a los ingleses aquellos años lejanos cuando resolvimos ser puertorriqueños. Además de recompensar con su sombrajo a quienes desafían la jalda empinada de la calle del Cristo, la Plaza San José alcahuetea el contento y el relajo en loor a San Sebastián”.           

El pasado lunes nos despertamos a leer la noticia y a ver los vídeos y las fotografías de la caída de la estatua de Juan Ponce de León a la que el escritor hace referencia. Al filo del alba, un grupo de personas —o cuanto menos dos habría que imaginarse— logró arrancar la pieza de su elevado pedestal y tumbarla al suelo donde cayó partida en dos. Se explicó en la mañana que un sacerdote que pasaba por allí muy temprano avisó a las autoridades de lo sucedido. La estatua fue tumbada, sin pena, ni gloria y sin una onza de las oleadas de confusas indignaciones que vendrían después. 

Tumbar es un verbo que es la gran cosa. Además de definirse como hacer caer o derribar algo, como inclinar una cosa hasta que caiga o poseer, incluso, acepciones tan severas como matar a alguien o tan amables como echarse a dormir, en nuestro país hace mucho que convertimos esa palabra en sustantivo y cuando hablamos del tumbe, hablamos de un robo. Tumbarse algo aquí tiene que ver con quedarse con algo. Cuando cayó la estatua, al menos, no quedó la docilidad y el silencio doloroso de las colonias exhaustas y golpeadas. Pum cayó la piedra, se dice antes del silencio obligatorio. Ayer cayó una grande y nadie ha podido quedarse callado. 

Las indignaciones vertidas en todo tipo de discursos son confusas porque lo que se escuchó en el país durante el día en que sucedió aquello tuvo muy poca relación con lo que allí realmente sucedió. Las estatuas representan no solo figuras o momentos históricos, simbolizan ideas acerca del mundo, son filtros desde los cuales se nos indica qué merece ser exaltado, elevado, colocado en un pedestal para la vista de todos. Nos hablan sí del pasado, pero como toda representación de algo o alguien que ya no existe son también un espejo del presente. Muy poco o casi nada se habló del reflejo que encontramos allí. 

La conversación nacional osciló entre el espíritu hispanófilo más férreo, el mismo que niega la gran herida abierta del salvaje proceso de colonización de la isla bajo el imperio español. “¡Qué vergüenza ante el rey!”, gritaban en su fuero interior —y los más fieles en su exterior— aquellos herederos de quienes imaginaron y articularon una puertorriqueñidad derivada únicamente de la herencia española; ignorando así toda nuestra inmensa herencia afrocaribeña e indígena, entre otros vínculos relevantes. “Si no quieren la estatua no hablen español”, clamaban otros que olvidan que el idioma que hablan, con la riqueza multicultural y regional que hoy lo distingue, se convirtió en el “español” global que hoy conocemos en América y no en Europa. En España, incluso, conviene llamarle castellano con todas las implicaciones que dicho modo de nombrar posee. El que la lengua que hablamos sea el derivado del legado colonial, el que ese idioma menor lo hayamos enriquecido hasta convertirlo en una fuerza mundial, es el recordatorio más elocuente de que las lenguas imperiales se aprenden para que siempre se entienda con claridad la dimensión de tanta violencia y tanta resistencia. También se aprenden deglutiéndolas y devolviéndolas en una nueva forma atravesada por la historia y por la cultura propia. 

El debate se amplió con los reclamos centrados en la preservación histórica y de aquello que ha sido considerado como patrimonio. Ahí hubo un mayor grado de sensatez, sin embargo, en este momento de la historia me parece que pesa más el entendimiento de que lo que alcanza la designación patrimonial también está atado a una serie de valores que la historia misma va resignificando. El patrimonio debe estar también al servicio de la evolución que la sociedad alcance respecto a su propia historia. A mí por ejemplo me habla mucho más esa estatua caída y rota que lo que había en su lugar. Ese pedestal vacío genera el tipo de reflexiones y reflejos que el momento presente exige, como advirtió la profesora Maritza Stanchich cuando comentó en sus redes sociales “el vacío genera pensamiento”, junto a una imagen del pedestal liberado del peso de la historia. 

La conversación nacional miró con timidez a la larga lista de estatuas derrumbadas alrededor del mundo; la mayoría vestigios vivos de los crímenes del imperialismo, la esclavitud, el racismo y el colonialismo. Algunas han sido defendidas a capa y espada por aquellos que celebran las mismas estructuras sociales que la humanidad lentamente ha logrado detener. Y digo detener porque ninguna victoria social es definitiva. Siempre están bajo asedio y casi siempre anuncian su estado de sitio los defensores de estatuas. 

Otras estatuas han sido eliminadas del todo luego de haber sido derrumbadas o decapitadas una y otra vez hasta que el estado entendió que no quedaba más remedio que conceder; sospecho que algunas de esas rocas caídas serán llevadas a museos en los que se explique su nueva ubicación y se documentan sus conflictos y otras, sencillamente, insistirán en permanecer a pesar de la insistencia en su eliminación. Con esa acción Puerto Rico se insertó a una tendencia a la que pertenece por derecho propio, y quizás, con mayor relevancia ante la anacrónica realidad colonial de la isla. Naturalmente, es mejor para que se mantenga el statu quo el que nada de esto pase nunca, que nada caiga, que nada perturbe el paso, que las cosas siempre sean como son, no como podrían ser. Que nada pase, ni si quiera cuando llegue a nuestra tierra un representante vivo de una estructura impugnada globalmente, como lo son las monarquías. 

Hubo otros ángulos, pero quizás, el más penoso de todos y que escuché con mayor apasionamiento de la voz de uno de los integrantes del chat de la infamia—uno de esos seres sin vergüenza que ha sido premiado con la exaltación de su voz en los medios de comunicación sin importar su récord público, pero esa es otra conversación— es aquel que se concentra en gritar: ¡Es vandalismo! ¡Hay que defender la propiedad del estado! 

Bajo esa visión de mundo —porque lo es— no hay nada que hacer. La palabra clave naturalmente es propiedad. Para quienes piensan así las cosas no tienen otro valor que lo que representan en términos económicos y propietarios. Desde esa mirada es imposible valorar y aproximarse a una perspectiva humanista del mundo. Ahí todo tiene un valor atado al poder imperante, en este caso, el flaco gobierno que nos ha tocado, sus sueños de “ser un país de ley y orden”, y el absoluto desconocimiento de que todas las estructuras que hoy defienden fueron forjadas en el mundo por gente que más que estatuas tumbó —y sigue luchando por tumbar— el cristal imperial que por tanto tiempo dominó —y aún aletea y afirma su dominio— en el mundo. 

Se ignora que la propiedad del estado y que el patrimonio vivo de un pueblo está al servicio de ese pueblo. Se olvida que la gente —por poca o mucha que sea— tiene derecho a sacudir sus estructuras de control. Se evade el hecho de que, ante el caos estructural, la mayoría de las veces, la única respuesta posible es la ruptura, el quiebre, la caída. 

Esta es la perspectiva del gobierno, no del gobernante a quien —en un ensayado gesto de minimizar lo sucedido— le preocupó la caída porque bendito estaba tan bonita la estatua, dando gala de un análisis de una profundidad únicamente comparable al charco que deja una llovizna. Esta es la perspectiva de un estado que teniendo incontables prioridades que atender, mueve cielo, tierra y mar para restaurar una estatua en un periodo récord de unas pocas horas. Instalación lograda, únicamente, a través del uso excesivo de un despliegue de seguridad. Ahí sí tienen claro lo que hacen, no les importa lo que la estatua representa en su esencia —aquel primer ensayo de puertorriqueñidad—, les importa imponer la misma escala de valores que nos ha traído hasta aquí. El escritor Rafael Acevedo lo dijo mejor en sus redes sociales: “Esta es la puesta en escena del poder colonial. Esbirros al servicio del estado subordinado rodeando un símbolo del genocidio, el robo, el secuestro, la violación. Por eso es que estos gestos simbólicos son buenos. Nos ponen a discutir, a pensar, a imaginar otros modos de narrarnos”. 

Esos mismos ofendidos también argumentan airados: ¡Es ideológico, es cosa de independentistas! ¡Es el mismo grupito de siempre! Curioso que olviden que fue un “grupito” —que mucho les gusta usar diminutivos para la ofensa— el que empezó la protesta que sacó a la Marina de Vieques, fue un “grupito” el que empezó a acampar frente a la Fortaleza en el Verano del 19, siempre es un grupo pequeño el que enciende la llama de la indignación y, si el viento sopla bien y se alimenta esa llama, en poco tiempo se transformará en un fuego capaz de hacer de toda su desidia una estatua de ceniza. Además, basta una persona, una sola que tenga claros sus principios y valores y no los venda a las violencias del sistema para que valga la pena. Se resiste como sea, poco o mucho, pero se resiste y de eso sabe de sobra este país. 

Que en una colonia viva en plena era poscolonial suceda algo así tiene un valor inmenso. El suceso nos invita a pensar y a cuestionar aquella puertorriqueñidad primaria a la luz de una perspectiva más compleja acerca de nuestra identidad que incorpora, no solo la diversidad de herencias y legados raciales y culturales, sino que además integra una diáspora en expansión pero de permanente conexión. 

Internacionalmente, nos hace parte de una tendencia global que tiene todo que ver con nuestra realidad histórica, política y, tristemente, con nuestro presente. Lo notable es que esta realidad deja en evidencia el punto ciego de muchos de los indignados. Pues, son éstos los mismos que aplauden la caída de estatuas de esclavistas confederados en los Estados Unidos porque entienden el significado de erradicar un símbolo de una realidad histórica que se quiere trascender en el país al que quieren pertenecer, pero resisten en su país la evidente equivalencia. Qué se puede esperar, la experiencia colonial te atraviesa todo, sobre todo la mirada. 

En términos simbólicos el gesto deja claro la erosión de valores que existe en el gobierno en contraposición con otros valores que hay en la calle y que se le resisten. Mientras el estado se arrodilla ante el dios de la propiedad privada y la estatal, la caída recuerda que hay valores simbólicos —políticos y humanistas— que quienes miran el mundo únicamente desde el filtro del capital, de la pertenencia, jamás comprenderán el valor incalculable que tiene el diálogo vivo con la historia. Esa estatua es del país y corresponde a todo el país —quienes la amen, quienes la desprecien y quienes le sean indiferentes— encontrar qué hacer con ella. Tirarla, levantarla, escupirla, protegerla, en esas tensiones se escribe una nueva historia. Simpatizo con la caída. Así rota, tumbada en resistencia al tumbe, la siento más propia pero soy consciente de que le corresponderá a la historia viva encontrar qué hacer con ella y cómo resignificarla, no a los defensores de estatuas. Esos solo saben contar una historia sin grietas y esas, sabemos bien, nunca dicen la verdad.

A su vez, siguen desconectados y no se dan cuenta de que a la gente le indignó mucho más que la caída el saber que arreglaron la estatua en unas pocas horas, mientras tardan meses o años en reparaciones menores de carreteras, edificios y espacios que sí usamos a diario. Que duele más confirmar una y otra vez que esa atención desmedida a la estatua caída y a la efímera visita de un rey, jamás la recibirán los problemas con los que los puertorriqueños y puertorriqueñas lidian a diario. 

También la Plaza San José es mi plaza grata, como la llama Luis Rafael Sánchez. Allí solía ir a cuanto festival y feria de artesanía en mi niñez y no me perdí una sola Noche de galerías en mi temprana juventud. Acompañé a mis amigas a vender sus creaciones en orfebrería y sostuve en sus bancos unas cuantas buenas entrevistas y conversaciones. La sigo caminando hoy al menos una vez a la semana y hace mucho que ni pensaba en la consabida estatua. Era una sombra, nada más. Pero entonces cayó, dicen que hizo un estruendo como el de una explosión cuando tocó el piso de plaza y ahora, como el país, he dedicado buenas horas a pensar en ella. 

Quizás eso es lo que les molesta tanto: no es la historia, no es el patrimonio, no es la propiedad del gobierno, no es nada de nada de nada de eso. Es el estruendo. Incomoda el sonido contundente de la historia cuando cae y en su caída, despierta a la gente, la misma que va a recordar aquello de dejar su corazón frente al mar, la misma que recordará la contundencia del verbo tumbar. 

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