Flor de sal

Nota: El pasado viernes 24 de junio de 2022 tuve el privilegio de ser la oradora invitada en los actos de graduación de la Escuela de Artes Plásticas y Diseño de Puerto Rico, celebrados en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Este fue el mensaje que allí leí y lo comparto en agradecimiento a un estudiante que me contó su historia y, sintiéndose conmovido, me conmovió y me motivó a compartirlo.

Debería comenzar este mensaje con un epígrafe, una clave, una frase genial dicha por otra persona —preferiblemente hace mucho, muchísimo tiempo—; debería abrir este espacio con una de esas frases que suelen sonar un poco misteriosas pero que, inmediatamente, se convierten en linternas que van guiando el camino de un texto mientras lo recorremos; una de esas frases que, usualmente, una escoge para que le autorice a decir algo con su boca de comer, la misma boca que suele pasarse de sales y azúcares en salsas y cafés. No por falta de conciencia nutricional, sino por atender las urgencias de la lengua que quiere lo que quiere, porque sabe lo que quiere, y a veces, manifiesta el hambre, el gusto y el disgusto sin necesidad de intermediarios. La lengua sabia que, como el resto del cuerpo, sabe más que el ser que le habita.

Una frase, un permiso para decir algo. Boca abierta, saliva secante, papilas gustativas en acción, saboreando cada letra, cada revuelta de la lengua en el hablar; probando con la boca completa cada palabra que intenta el complejo acto del decir, que intenta nombrar —la mayoría de las veces fracasadamente— la experiencia de estar vivos; una letra que construya una palabra que se junte a otras y arme una frase, una idea, una cosa viva hecha de la infinita abstracción que son las palabras y que, por un instante, nos permita contar una gota del océano que es la vida; una frase que la atrape así, en un abrir y cerrar de bocas, o mejor aún, en una bocanada de aires y alientos cargados de imaginación, de palabras que imaginan nombrar lo que imaginamos vivir. Como si nos comiéramos el tiempo, como si el presente —por fin— se dejara ver por lo que es: un montón de nada que deglutimos hasta saciarnos. Nunca lo lograremos, pero siempre abriremos la boca.

No he encontrado tal frase. No porque no haya sabiduría de sobra en el cúmulo de literatura al que he tenido el enorme privilegio de acceder, no por falta de mentoras o de tiempo para perderse en unos cuantos libros; sino por una razón mucho más humana y quizás, hasta animal. He estado triste, profundamente triste. Estoy cerrando un ciclo de vida, y cuando la nostalgia se impone, sobre todo esa nostalgia cruel y medio fantasmagórica que se siente por aquello que no se vivió, ni se vivirá nunca, por la necesidad irremediable de admitir que esto era el futuro y no aquello otro, que aunque sabemos que nunca hemos tenido control real sobre el devenir de las cosas, aceptar el derrumbe del futuro imaginado duele y deja polvo de muerte a su paso, como ocurre con todas las cosas que se derrumban. Cuando se impone esa nostalgia, la más cruel, el cuerpo exige sentir lo que siente. Bocanadas de polvo. Bocanadas de ruina. Boca seca. Nada en boca. Bocanada.

En lugar de una frase, he encontrado un frasco de sal. Entonces he elegido hacer lo mismo que han hecho tantas escritoras a lo largo de la historia, escritores también, pero ya saben, usar el femenino como absoluto tiene un dejo de ínfima justicia poética que conviene dejar caer de vez en cuando. Más que menos, diría yo. Pero a lo que iba. He elegido dejar atrás las frases, las citas, las ideas que había ido acumulando poco a poco en mi investigación para este mensaje y he optado mejor por hacer lo más honesto que podía hacer: hecharle sal a la herida y hablarles desde la herida misma, abierta y supurante; hablarles desde la ruptura, desde esta sombra que habito hoy. No para decirles que se aseguren de sufrir mucho si quieren ser buenos artistas, o que idealicen la locura y los excesos de todo tipo o que alimenten el egocentrismo de creer que todo vale con tal de crear una gran obra. Se lo confieso para decirles todo lo contrario, que no olviden jamás que es posible crear desde todos los espectros de la experiencia humana, desde el dolor y la fractura, desde el placer y la belleza, desde la pena y con el duende, desde el gozo y con la niña que tenemos dentro.

Porque casi siempre, cuando idealizamos el malgastado estereotipo del artista como ser en eterno conflicto, con personalidad compleja, inadaptable, con el imaginario del genio malcriado o enajenado al que todo mundo debe perdonarle todo, tolerarle todo lo intolerable porque su genialidad vale la pena; terminamos a veces sí, con muy buen arte, pero a costa de lo que en un principio le da sentido al propio arte: nuestra humanidad. Esa idea también se alimenta de la noción de la excepcionalidad: la figura del artista como un ser especial, distinto, tocado por las diosas, las musas, capaz de lo que el resto de los mortales no es capaz. Yo tengo mis diosas de carne y hueso, también unas cuantas muertas, ancestras, y sí creo que hay artistas capaces de crear obra que les trasciende, que puede incluso ir más allá de su propia humanidad, pero hoy quiero recordarles que nadie hace nada solo, y la mayor genialidad de estas figuras que idolatramos recae en que su obra, su historia y su vida misma, está montada sobre las espaldas de tantas otras obras, historias y vidas. Es decir, lo que nos hace increíblemente especiales es que ninguno de nosotros lo es. Mientras más rápido se abandone el falso espejo que le dice a algunos artistas que son únicos, distintos, superiores de algún modo porque pueden hacer lo que mayoría no podría o anhela, o desea; mejor. El talento existe, también la disciplina y la saludable tensión entre ambos es fundamental. Sobra la gente con talento incapaz de completar nada, sobra la gente sin él, que logran hacerlo todo. A mí me dieron un consejo siendo muy joven que hoy les comparto: es más importante terminar la obra que lograr que sea perfecta. A los perfeccionistas esto le espanta, pero yo no creo en el perfeccionismo. Creo en las cosas vivas. El consejo me lo dijeron en inglés y suena mejor: Done its better than good. Terminar una pieza, un proyecto, te da un sentido de disciplina que te permitirá ganar la confianza de iniciar un nuevo proyecto en el que procures explorar aquello que no lograste en el momento. Además, te ofrece información. Sabrás por dónde vas, qué has sido capaz de hacer, pero si no lo terminas, tendrás una pieza perfecta en tu cabeza que nunca existirá. Hay veces en que aún no tenemos las destrezas técnicas para traer al mundo aquello que hemos imaginado, eso no importa. Tráelo como puedas y observa el resultado con curiosidad y asombro. Es justo sentirlo ante aquello que hemos creado.

Pero evitar la noción de excepcionalidad no quiere decir que hay que andar por la vida cultivando falsas modestias, todas lo son, no hay que olvidar eso. Lo que sí quiere decir es que en el mundo de la creación conviene tener una plena conciencia del ego y tenerle a raya. Un ego saludable no es que el nos hace pensarnos inferiores, inseguras o incapaces; tampoco el que nos eleva como si fuéramos elegidos por algún dios caprichoso; un ego saludable está siempre en tensión, en la búsqueda de un balance, es decir, en movimiento entre la oscuridad del egocentrismo y la oscuridad de la excesiva humildad y modestia que nos impide conocer nuestro valor. Como siempre, la luz está en el péndulo, atravesando la sombra, en el movimiento que es la vida misma. En cuestiones del ego, no es buen augurio permanecer demasiado tiempo en ninguna esquina. Tampoco tiene sentido engañarse a una misma. Basta con mirarse al espejo y saber donde una está y crear desde ahí, porque lo que sí es distinto es que, aunque puede que ya todo esté dicho, contado, pensado, filmado, pintado, diseñado o ilustrado —entra tantas otras expresiones artísticas— no lo está desde el presente que habitamos, que no es otra cosa que el futuro ajeno sobre el cual nos hemos construido; no lo está desde el filtro que posee su mirada, la de cada uno y una de ustedes, no lo está desde nuestro lugar en el mundo y crear también es reclamar nuestro derecho a existir, a ocupar espacio, a dejar rastro de nuestra humanidad y, en el proceso, humanizarnos más y a quienes vendrán después.

En el Puerto Rico contemporáneo, esta voluntad de crear, que puede sentirse a veces tan íntima, es una cuestión inevitablemente colectiva y de una urgencia feroz; es parte de la frágil zapata que nos sostiene y nos ha sostenido a lo largo de una historia de asedios, de infantilización colonial y de saqueo imperial. Su generación ya va dictando las pautas. Incluso alumbra a la mía, la primera camada de millenials ya envejecidos, que hace rato necesitamos del norte de ustedes, que no nacieron como nosotros en los ochenta y los noventa, cuando Puerto Rico todavía creía la ficción del fracasado proyecto de país, sino de ustedes los llegaron después, cuando ya todas las falsas promesas estaban rotas y no tendrían nada que perder porque nacieron habiéndolo perdido todo: instituciones, economía, proyecto, visión, todo era una sombra de lo que creímos que fue.

Miento, no ha faltado todo, el país estaba —roto y golpeado— pero país al fin. Porque, después de todo, ¿qué es un país sino un cúmulo de memorias compartidas? ¿Qué es un país, sino una sensación, una sintonía, una frecuencia que se manifiesta en el cuerpo colectivo que somos cuando vemos las imágenes, leemos las historias y nos sentimos parte de ese nosotros que invocamos cuando decimos Puerto Rico?

Desde las artes, la cultura y la creación misma no solo se ha defendido el país, sino que hoy día se está refundando, se están redefiniendo sus despretigiadas instituciones, se repiensa la familia y las relaciones, las aspiraciones y la justicia, nos atrevemos a buscar en el pasado los futuros perdidos que no se cumplieron y a imponer futuros que se viven hoy a contra cultura en las pequeña república que es el hogar. El refundarse es llamado de toda generación y ustedes hace mucho que están respondiendo y creando nuevos espacios que responden y rediseñan el país usando como boceto su propia visión, la de quienes nacieron cuando ya todo estaba roto.

Desde las artes, es posible reclamar una vez más el país como propio, nombrarlo como propio, tanto a la tierra como al país de la memoria, tanto a los afectos, como al cordón umbilical que nos despierta los ombligos en cualquier parte del mundo. No permitan que nadie nunca—sobre todo el gobierno— trate su tarea, su lugar en la sociedad, su deseo de crear como una cuestión accesoria. Son ustedes quienes refundarán con sus miradas y reconstruirán con su vocación de resistencia y su obra las fracturas del concreto de este Puerto Rico que es nuestro.

Y están en el mejor momento de sus vidas para hacerlo, tienen en su cuerpo juventud, en sus mentes la frescura de todo lo aprendido a lo largo de sus estudios y las experiencias de vida que vinieron con ellos. A su vez, tienen la suficiente falta de experiencias como para que el mundo y el qué dirán no les trastoque el proceder. No se imaginan la cantidad de artistas de todas las disciplinas que he entrevistado a lo largo de mi carrera periodística, que me han dicho lo mismo: cuando era joven era más osada, creaba con mayor libertad, me gusta más aquella obra, ahora el tiempo y lo vivido, las reacciones —aunque digan siempre que no me importan— inciden en lo que hago. Era más torpe sí, pero la obra estaba más viva.

Vivan su obra, para que con el paso del tiempo, puedan evocarla y no dejarla limitar ni por el éxito desmedido o moderado, ni por el fracaso más absoluto. Después de todo, no hay eficacia mayor para la vida que la eficacia del fracaso.

Perdonen que unos cuantos párrafos atrás me haya puesto un poco política. Me pesa hacerlo, pero es imperioso. El perdón más bien me lo pido a mí, pues la verdad, cada vez que meto la cuchara en asuntos de política, me meto en un lío. Pero hoy día —en realidad nunca— podemos darnos el lujo de ser apolíticos como si fuera una bandera que hay que ondear con orgullo. De hecho, pocas cosas sirven más a la política tradicional que la gente que se asume como tal. En otras palabras, metan la cuchara en los asuntos políticos que les competen, ya sea en su universidad si van a seguir estudiando, en sus comunidades, trabajos y hasta en la mesa de comer. No por perseguir conflictos por gusto, sino porque tenemos que aprender y reaprender eternamente a hablar del poder, que no es otra cosa que hablar de política. No dejemos en manos del poder, la narrativa única. Todo esto da un miedo tremendo, pero como ya ha aconsejado tanta gente: una va y lo hace con miedo y ya está. Lo mismo con la creación, lo mismo con la relaciones, lo mismo con la vida misma. En la espera de vencer el miedo se te va la vida.

Y a la vida, que le da con irse tras cualquier cosa, también es deseable pensarla en comunión con la creación que hemos asumido como ruta y camino, y no en guerra con nuestro arte. Me explico. Diría que la mayoría de las personas dedicadas a las artes con las que he dialogado o coincidido —y que no han tenido el éxito económico que logran solo unos pocos— comparten una especie de amargura, un aliento doliente que perfuma sus historias como quien se pone exceso de perfume en la mañana y le trastorna el olfato y el gusto a todo ser humano que le acompañe en un elevador y de repente, está ante la bofetada de algo que en pocas dosis es exquisito y en exceso produce amargura. Me refiero al dolor profundo y la frustración que les provoca el tener que aceptar que no han podido vivir de su arte, que su país y su sociedad no les ha permitido tener una vida digna ejerciendo aquello por lo que tanto han luchado. Siento empatía, entiendo y vivo incluso su frustración, pero en dosis muy limitadas, porque ayuda aprender temprano en la vida que nadie nos debe nada, —ni la sociedad, ni el país— y que a lo largo de la historia del mundo es un puñado de personas las que verdaderamente han podido “vivir del arte”, así en esos términos, porque se puede vivir de las destrezas que desarrollas en tu camino como creadora, pero es muy raro, realmente inusual, que te topes con un mecenas que pague tu libro de poesía antes de escribir el primer verso, simplemente por la promesa de tu genialidad. No es que no suceda, pero apostarle a ello como único camino de vida, es cultivar una amargura que al final a quien afecta es a tu arte. Mi primera novela la escribí entre cuatro y ocho de la mañana durante un verano. Trabajaba en un periódico y salía casi siempre cuando ya había caído la noche. Era del grupo de los que entrábamos más tarde —y me encantaba, porque odio madrugar— pero por mi novela lo hice, con disciplina y un poco de malhumor.

No soy hija de, no tengo mecenas, no nací en cuna de oro ni de plata ni de bronce. Soy orgullosamente hija de una maestra y de un vendedor de Aibonito. Nadie iba a pagarme por hacer aquello que más amaba, esa era mi realidad a los 26 años cuando la escribí sin idea de cómo publicarla. Pero sabía que tenía que hacerlo y trabajé para pagar mis cuentas, mis deudas de estudios y para proteger ese tiempo matutino que usé para escribir. Esto no significa que no debamos exigir al gobierno que invierta y estimule en las artes. Eso no significa que no debamos procurar becas, subvenciones, apoyos de todo tipo a nuestra creación y que sea un imperativo el que toda sociedad que se respete proteja y estimule el arte y la cultura. Lo que significa es que no debemos pelearnos con nuestro arte porque no paga las cuentas de inmediato; esa energía se deja para exigir acción política, para reclamar en la calle y en las urnas la defensa de la cultura y las artes como pilar de toda sociedad y nación. Pero si tu condición de vida no te lo permite, no pelees con tu creación porque no es una máquina generadora de millones. No todo en esta vida tiene que caer bajo la dictadura de la productividad. Esa es la gran mentira del capitalismo: que si no produce no tiene valor, y eso no es verdad. Aspiren a vivir de sus creaciones, claro que sí. Yo todavía lo intento, pero no se amarguen en el proceso. Sufrirá su arte, sufrirá su humanidad. Olvídense de esa idea de que el tiempo es algo que se pierde. Cómanselo con mucha sal.

Ese es uno de los consejos que hubiese querido escuchar a su edad. Me costó mucho tiempo aprenderlo. Aún no produzco buen dinero vendiendo libros, pero les aseguro que trabajo dignamente con las destrezas que la escritura me ha permitido desarrollar y que sigo disfrutando de la magia —sí, magia— tan extraña que ocurre cuando una se enfrenta a la página en blanco. Por ejemplo, este texto empecé escribiéndolo desde la sombra, desde una pena, y ya poco a poco me siento más cerca de algo parecido a la luz. El texto mismo, la obra misma, la creación, te va recordando que lo único certero en la vida es que todo es temporero y en este texto no hay espacio para sombras eternas. Porque nada lo es.

Es lo más que me gusta de escribir, adentrarme al texto con una idea y un plan y ver cómo las palabras van haciendo lo que les da la gana, trazando una ruta nueva, descifrando la abstracción del pensamiento, revelando lo que verdaderamente pienso o siento sobre las cosas. Y hoy siento que es un gran día porque estamos viviendo un rito, su rito. Y por eso quiero acercarme al final de estas palabras compartiéndoles algunas de las cosas que no me dijeron y hubiese querido escuchar a su edad. No como prédicas de sabionda, sino como cicatrices de vida.  

Asuman la curiosidad como un valor de vida; sientan curiosidad por la gente, por sus propias emociones y reacciones. Presuman que cada persona es una maestra que tiene algo que enseñar. No adjudiquen juicios rápidamente, descifren, no cancelen. Encuentren las historias que hay detrás; tanto con la gente, como con el conocimiento.

Es más sabio quien reconoce lo poco que sabe, que quien alardea de sus saberes. Nunca reciten su experiencia, ni resumé. Quien domina un tema, lo demuestra en lo sencillo y en lo pequeño y no hay peor reconocimiento que aquel que se exige y se otorga como transacción y no bien ganado a cuenta de obra nueva. Porque al final, siempre serás tan bueno como aquello que no has hecho aún.

Define bien tu círculo de amistades y asume la amistad también como un valor de vida; que te nutra tu entorno y no al revés. Es verdad que suena pesadísimo ese refrán que dice: dime con quien andas y te diré quien eres; no sé a ustedes, pero a mí siempre me ha caído muy mal. Pero, no por ello se debe ignorar su sabiduría, no somos tan libres como creemos, la gente que nos rodea incide, influye y transforma nuestras vidas mucho más de lo que somos capaces de admitir y ver. Elige bien ese círculo y cultiva aquello que quieres para tu vida.

Cuidado con vivir las narrativas que otros hacen de ti, porque terminarás creyéndotelas y viviéndolas. La única forma de evitarlo es con acciones concretas. Convéncete, convence a tu cerebro de que no eres eso que otros adjetivan, sino aquello que tus acciones afirman. No estás destinado a vivir la narrativa de los demás. Y esto aplica en lo pequeño y en lo grande. Si dicen que eres desordenado, haz la cama todas las mañanas; si dicen que eres insensible, practica a diario la empatía y la gratitud. Los adjetivos cambiarán cuando cambie tu conciencia y accionar.

Este me lo dijo un amante una vez durante un viaje. (Es bueno prestar atención a los amantes).  Me dijo así: “Por amor, Teresa, solo por amor vale la pena dejarlo todo. Por amor a una persona, a un trabajo, a una vocación, a una idea, a un país, pero solo por amor”. El amor como práctica y ética de vida. ¿Qué produce más amor? ¿Dónde hay más amor? Ante el vacío y las dudas, ahí siempre habrá una respuesta.

Respeten a la muñeca rusa que llevan dentro. Acepten todas las personas que han sido, la niña de cinco, el niño de 10, la joven de 15, el hombre de 20, la mujer de 25. Déjense nacer una muñeca nueva en el cuerpo. No se aferren a una vieja versión. Se pudrirá. Tiene que nacerles una nueva siempre. Les dará tristeza, pero parirse a una misma una y otra vez, siempre valdrá la pena y les juro que les dará alivio y plenitud.

A las mujeres que están aquí hoy, conciencia de sus ancestras, respeto a las que estuvieron antes y abrieron camino para que pudieran estar aquí hoy y valentía para no dejarles menos a las que vengan después. Sobre todo en un día tan nefasto como hoy. Pero también, gozo —por favor—, placer. Estamos aquí ocupando el espacio y la única forma de luchar no es desde la vocación de mártires. También el placer sirve a las causas más nobles, a las luchas más dulces.

Hombres que están aquí hoy, asuman conciencia de su momento en la historia; no pierde nada quien gana compañía en la mesa. No habrá menos para comer. Una mesa más grande es señal de abundancia.

Personas no binarias: irrumpan, quiebren, póngannos a prueba, jueguen y rompan con el lenguaje, con los espacios y con los límites, enséñennos a habitar estos cuerpos con libertad.

Podría seguir pero hay que que volver a lo esencial.

Cuando estén perdidos, vuelvan a lo pequeño. Yo, por ejemplo, pude empezar a escribir a partir de una pequeña obsesión. Como ya sabrán, me encanta la sal. De hecho, procuro tener en la cartera siempre un sobrecito de sal de mesa, por si las soseras. Sé que es de mal gusto pedir sal en un restaurante y mucho más sacar un sobre de la cartera, pero a veces no me puedo contener. Por suerte no tengo problemas de presión alta, soy de esa gente que anda con presiones bajísimas y hemoglobinas de histeria que, a la mínima provocación, se desmayan con mucho menos estilo que una de esas flojas princesas de cuento. Me salen moretones ante la caída y no pocos doctores me han mandado a tomarme un vaso de agua con sal para recuperar el sentido pronto. Así que me doy permiso para salármelo todo.

Ya sé que el Jesús bíblico dijo que éramos la sal de la tierra, invisibles pero indispensables, dados al otro, entregados a la causa mayor. Pero no es esa la sal que me interesa. Es una muy concreta, muy bella además. Es esa sal gourmet que utilizan en algunos restaurantes, que tiene la forma de una hoja, casi siempre cuadrada. Es una sal que emerge en la superficie del agua durante el periodo de la cristalización de las salinas. Le llaman “flor de sal”. La he probado sobre un pedazo de chocolate negro y la sensación del cuadrito de sal derritiéndose en la boca junto al chocolate, exigiendo un océano de saliva a su paso, es sencillamente fenomenal. Y no sabía bien de qué hablarles porque ya hay un discurso de graduación que lo ha dicho todo. Es mi favorito, se titula This is Water, de David Foster Wallace. Inicia con la metáfora de los peces que nadan en el océano y no tienen idea de lo que es el agua. Es una de mis lecciones de vida favoritas. La metáfora reaparece en una forma distinta en la película de dibujos animanos Soul, la favorita de mi hijo. En una escena de la película, un personaje le habla al otro de dos peces que nadan en el agua y le piden a un tercer pez que les diga cómo llegar al océano. El pez trata de explicarles que ya están ahí, pero los peces insisten, le dicen: “no, esto es agua, lo que queremos es el océano”. A demasiada gente se le van los años soñando con el océano, mientras nadan en él.

Entonces, estaba salando un huevo una mañana y entendí por fin el mensaje que quería llevarles hoy, uno de esos días en los que todo el mundo les dirá que salgan a comerse el mundo.

La vida va a llegarles en bocanadas. De tierra, de mierda, de alientos dulces y sensuales, de llantos mocosos y carcajadas estridentes, de placer y dolor. Llegará en todas las formas y lo único que tienen que hacer es, por favor, abrir la boca. Porque no saben, cuando, un buen día se les inundará de agua y sabrán que, por fin, habrán probado la flor de sal.

Muchas gracias.

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