La trampa del embarazo

Durante las pasadas semanas en el país se ha comentado y discutido en todos los foros posibles acerca del embarazo de gemelos de la comisionada residente Jenniffer González. Se ha analizado detalladamente su edad (tiene 47 años), el momento en que ocurrió el anuncio (justo antes de anunciar su posible candidatura a la gobernación), se ha pasado juicio sobre su devenir político y profesional y han quedado oficialmente abiertos y en funciones la infinidad de tribunales sociales en los que es juzgada —igualmente defendida y atacada— la mujer embarazada. Más aún si esa mujer, además de tener un cuerpo, tiene una vida profesional, una carrera, una ambición de existir más allá de la maternidad. No que esto último sea poca cosa, criar puede ser un universo de plenitud y retos para una mujer, el problema es el mismo que ha sido siempre, el que criar sea una sentencia, un único espacio para habitar, un lugar que no eliges en libertad.

 

El último episodio ocurrió esta semana con el cuestionamiento por parte del líder de Proyecto Dignidad en torno a si era o no el cuerpo de la comisionada residente el que cargaba el embarazo. Como suele suceder con los temas complejos, el asunto tocó un nervio. Con la habilidad para controlar narrativas en torno a su persona que le ha distinguido en la política, González inmediatamente compartió evidencia médica de su embarazo. Una figura de autoridad —médico, hombre, etc.— confirmó su estado de gestación. Ni si quiera cuando se reclama la autoridad de gobernar un país una mujer tiene la última palabra sobre su cuerpo. Esta realidad no necesariamente convierte a la comisionada residente en una víctima, sobre todo cuando su récord político la aleja de las causas que han legitimado su derecho a llegar a donde ha llegado. Más bien la coloca en el centro de la conversación internacional en torno al cuerpo de las mujeres, que suele ser tratado como una especie de capital social que se torna colectivo cuando puede reproducirse y se abandona a la individualidad cuando ha perdido —por decisión, por edad o por la razón que sea— su mal llamada utilidad. Así es y han sido estas y tantas otras culturas: lo tuyo es mío si me sirve, lo tuyo es tuyo si me pesa.  

A su vez, abre la compleja y dolorosa discusión —para tantas personas que han sufrido de infertilidad— en torno a las herramientas contemporáneas que provee la ciencia para atender el reto. En un país donde las madres de crianza son la red que ha sostenido a tantas vidas, exigirle a la maternidad a estas alturas como requisito esencial la existencia de un cuerpo que sostenga el embarazo, es cuanto menos un acto de profunda enajenación. Y lo digo con conocimiento de causa, con el orgullo de haber cargado a mi hijo y haberlo amamantado por año y medio. Fue importante mi cuerpo, honro la experiencia, pero tengo muy claro que mi maternidad la determinan las acciones que tomo todos los días pensando en su bienestar y las que tomaré hasta el último día de mi vida; no únicamente esos nueve meses de embarazo, ni la cesárea de emergencia, ni la leche que fui capaz de darle.  

He observado la conversación nacional callada y he recordado un dibujo que no hace mucho hizo y me mostró mi querido y respetado amigo el arquitecto y artista Carlos Castillo Matos. Compartió la imagen el 21 de octubre de 2022 en las redes sociales y puso como calce: “Me da trabajo dibujar sonrisas”. En el dibujo, una mujer sostiene a un bebé en sus caderas. Viste un traje de flores y su expresión facial —que replica el bebé— hay una especie de neutralidad, de amargura contenida, de resignación, hastío e indiferencia, una serenidad triste, todo a la vez. Creo que atrapar esas emociones con la mano en un trazo es lo verdaderamente difíil, pero no sé si va a creerme.

Dibujo de Carlos Castillo Matos

 

Me contó que la imagen la tomó de una de las famosas fotografías de Jack Delano que documentaron los rostros de tantos puertorriqueños durante el duro periodo de la década del 40. Una década de hambre y abandono. Cuando Carlos hizo el dibujo hablamos largamente al respecto y la conversación viene al cuento con todo este despliegue de prejuicios y juicios directos alrededor del embarazo de la comisionada residente.

Me conmovió la imagen porque me hizo recordar el modo en que la sociedad te trata cuando estás embarazada. Por un lado, todas las puertas se abren, las consideraciones afloran, de repente, eres ante tu entorno social una especie de bien preciado que hay que proteger. Te elevan y te infantilizan, te aplauden y se espantan al ver tus pies hinchados, te celebran y te condenan todo el tiempo. Además, estás sujeta a todos los juicios posibles si no eres “la embarazada perfecta”. Yo tuve un “embarazo geriátrico” a los 35 años y mi barriga fue enorme, descomunal. La embarazada perfecta habría tenido la prudencia y la virtud de esconderse ese último mes —como la sociedad exige— para no hacerle pasar la incomodidad a los demás de tener que verte caminar como un pingüino, balanceándote lo mejor posible, mientras intentas vivir tu vida con la normalidad alcanzable cuando se lleva una vida adentro y más de 30 libras adicionales de líquidos, placenta y bebé. Pero no, no me escondí y recibí todo tipo de comentarios, miradas juiciosas y reprimendas por el atrevimiento de existir en el último trimestre de embarazo. También falsos halagos o, cuanto menos, halagos condicionados. Siempre me quedó claro que mi barriga valía más que yo, incluso para mi cuerpo que, por naturaleza, sería capaz hasta de hacerme perder los dientes si al bebé le faltase calcio. Es brutal nuestra animalidad, pero no tiene por qué ser otra sentencia. No soy mejor madre porque asuma que mi vida vale menos, al contrario, me cuido para ser mejor para él. Mi bienestar le beneficia. Mi maternidad no voy a vivirla como una penitencia.

No es mentira tampoco que existen los embarazos de alto riesgo y, que en el caso de las mujeres, la edad es un factor importante a considerar. También es cierto que las mujeres seguimos pariendo a cualquier edad y que hace falta un mejor encuentro entre la ciencia y el proceso de traer vida. No estamos enfermas, estamos embarazadas pero tampoco queremos morir como lo hacían en el parto tantas mujeres. Esa balanza no se ha alcanzado aún y en el medio del péndulo estamos todas las que vivimos la experiencia de traer una vida al mundo.

Sin embargo, lo que sí es posible señalar y la balanza que sí está inclinada hacia un solo lado, es el hecho de que el modo en que se usa este criterio —del riesgo, etc— para señalar, criticar y cuestionar a las mujeres embarazadas en posiciones de poder es acomodaticio y cargado de juicios que parten de la misma premisa de siempre: si eres mujer no puedes ser cuerpo y cabeza a la vez.

No se trata de ignorar el proceso mismo del embarazo y todo lo que puede transformar en la vida y en el cuerpo de quien lo vive, mas sí se trata de aprovechar la conversación para reflexionar en torno al lugar que ocupa la mujer embarazada en la cultura. Y sobre todo, la relación que ese lugar tiene con el poder pues, por un lado te verán como el ser más poderoso de la tierra y por el otro, te despojarán hasta cierto grado de tu identidad y humanidad. Jenniffer González habita ese epicentro.

Al día de hoy se debate el que una mujer lacte a su bebé en público, pero se le culpa si opta por la fórmula, se cuestiona su maternidad si tiene una carrera y si no la tiene, también. Está mal ser ambiciosa y está mal serlo demasiado poco. Está mal encontrar satisfacción en el hogar y está mal encontrarla fuera de él. No hay manera de ganar. Pero quizás cuando más se pierde es cuando el estado del embarazo cambia. Nace la madre y de repente la misma sociedad que te eleva, te “protege” y te acapara con su atención, inmediatamente, te olvida. La mayoría de quienes, supuestamente, defienden el derecho a la vida y te obligan por la vía que sea a que la traigas al mundo, te abandonan una vez el bebé deja de ser una promesa de vida y se convierte en una realidad. Queda entonces el gesto del dibujo. Por eso me sacudió tanto esa pieza, porque esa sí es la auténtica sentencia de la que tantas madres no logran escapar: después del parto llega la soledad, el fin del estado de gracia, la devaluación de la vida. Quizás de esa culpa —o conciencia— viene tanta sacralización de las madres. Después de todo lo sagrado, como no es humano, no precisa de que le reconozcan su humanidad.

La candidata a primarias para la gobernación Jenniffer González está entrando en esta trampa supongo que con plena conciencia de ello. Al sector conservador le vendrá de maravilla, capitalizará políticamente en torno al lugar cuasi sagrado de la mujer embarazada en la cultura y aprovechará los argumentos de las mismas luchas feministas, que tanto ha criticado y que hoy la han llevado a donde está, para defenderse de cualquier ataque o cuestionamiento a sus competencias en medio del embarazo o del posparto como lo ha hecho esta semana. La recuerdo apoyando férreamente a Donald Trump, el hombre que delineó la ruta que ha retrocedido décadas la autonomía alcanzada sobre los cuerpos de las mujeres, y recuerdo los dolores de parto por no decir algo más elocuente. También, recuerdo el hecho de que en la política vale más parecerlo que serlo y la comisionada residente siempre lo ha tenido claro. Es una maestra del manejo de lo simbólico. Da igual si su gestión política contradice sus palabras o retrocede para otras el camino que ha reclamado como propio. Se proyecta como una mujer fuerte, independiente y libre y a la vez cumple el decreto de la mujer conservadora. Como figura política ocupa todos los espacios posibles. Resta ver si la trampa del embarazo jugará a su favor o si lo inevitable es esa cosa tan difícil de apalabrar que puede leerse en los trazos de este dibujo. El proceso de descubrirlo será —por decir poco— brutal. El país se comerá en pedazos esta historia. Después de todo el cuerpo de una mujer embarazada desata todas las hambres humanas.

Lo imagino y engancho mi hijo a mis caderas. Ya alguien más se ocupará de leer el gesto de nuestra estampa.

 

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